De espiritualidad en tiempos de división

Adrian Cruz García
8 min readMar 29, 2018

--

Estatua de Fray Luis de Granada. Plaza de Santo Domingo, Granada. Foto del autor (2017).

Amigo mío, mi amigo fiel

Perdón pide el corazón

Y no hay esperanza para mi felicidad.

Cada vez más, mi amigo me trae alegre

Un infeliz reproche:

Cuanto más tiempo pasa, más duele.

Andrei Tarkovski, 2 de junio de 1973

Quedarán en la memoria unas elecciones presidenciales que partieron a Costa Rica en dos, y en las que la religión se invocó con fines muy alejados de sus propósitos sagrados. En tiempos turbulentos como estos, es habitual hurgar en el pasado para buscar respuestas a la confusión del presente.

Recuerdo que una de las formas en que canalicé mi rebeldía adolescente, fue renunciando a los cursos de religión del colegio y declarándome ateo. Tuve la dicha de estar en una institución laica que aprobó el trámite sin mayor inconveniente, con el aval de mis padres librepensadores. Había tenido unos profesores católicos muy interesantes y no había nada que reprochar a su enfoque social en la prédica del Evangelio. Pero eran los años 80, década de la ofensiva ultraconservadora del oscuro binomio Reagan-Thatcher, y del violento ocaso de las dictaduras del Sur y de las guerras civiles centroamericanas, lo cual obligaba a buscar respuestas más terrenales, que la religión no ofrecía.

Hoy regresan vívidos estos recuerdos. Yo a mis 19 años, mochileando en Jerusalén…. Mientras hacía la estación obligada en la Iglesia del Santo Sepulcro, me recosté en una columna para aliviar los pies cansados. De repente, en medio de la distracción, sentí algo… ¿cómo describirlo? ¿Una especie de calidez interior? ¿Una tranquilidad reconfortante? ¿Una conmovedora cercanía a todos esos desconocidos que encendían velas y las posaban reverencialmente en un altar? Un poco de todo eso. Pero igual solo duró unos segundos, tras lo cual, un poco descolocado por la inesperada sensación, la ignoré y seguí con mi rol de turista frenético.

Semanas más tarde me encontré en el patio de la mezquita de Mohammed Ali, desde donde se apreciaba una vista extraordinaria de la inmensidad de El Cairo. Fumaba en compañía de otro joven japonés, cuando nos sorprendió el llamado a la plegaria que precedía la puesta del sol. Al unísono, miles de megáfonos en los minaretes de las mezquitas tejieron una muralla de sonido devocional que nos dejó boquiabiertos. Otra vez esa sensación extraña. Quizás no era algo casual.

Sería esa la semilla de un interés que crecería con los años, hacia eso que podría llamarse la experiencia espiritual. No desde una perspectiva religiosa, sino más bien, aplicada al diario vivir. De hecho estoy convencido de que esa inquietud fue una de las razones para que me atreviera a entrar a la Facultad de Bellas Artes, a pesar de que para entonces ya peinaba canas. Después de todo, como bien dijera Kandinsky, el arte, en sus orígenes, “es espiritual, y por eso lleva en sí, la semilla del futuro.” (1989, pp.9). Similar convicción compartía el cineasta ruso Andrei Tarkovski, en el sentido de que el arte elevado debiera aspirar a acercar al ser humano a su dimensión espiritual. Por eso no es casual que mucho del arte más sublime de la historia humana, se haya gestado en el marco de la fe religiosa.

Sin embargo, solo definir la noción de espiritualidad, daría para una enciclopedia. Por eso es notable la sencillez y profundidad con que la describe el filósofo francés André Comte-Sponville:

“Somos seres finitos, abiertos al infinito, (…) seres efímeros abiertos a la eternidad, seres relativos abiertos al absoluto. Esta apertura, es el espíritu mismo. La metafísica consiste en pensarla; la espiritualidad en experimentarla, ejercerla, vivirla.” (2006, pp.145)

En tanto que práctica, uno estaría tentado a pensar que la espiritualidad corresponde a una experiencia trascendental a la cual solo se accede mediante rituales demandantes, practicados con rigurosidad y constancia. Ciertamente es un camino, y de mucho mérito. Pero aceptarlo como único, nos sometería a una suerte de clasismo que reservase solo a los sacrificados, el gran tesoro de la vida. Por eso encuentro útil el enfoque del budismo Zen, una práctica no religiosa que plantea que, la búsqueda obsesiva de ese “algo especial” que nos resguarde del sufrimiento físico y emocional, no es sino una fantasía que nos aísla de la realidad. De ahí su convicción de que “cuando mueren los sueños del ego y dejamos de luchar por un resultado, retornamos a un estado mental simple. Descubrimos tesoros inesperados en el jardín de la experiencia cotidiana.” (Beck y Smith, 1997, pp.VII)

Ahí hallo la relevancia de los momentos que antes relaté. Fueron simples vivencias dentro de la cotidianeidad, que adquirieron una dimensión sobrecogedora a partir de un estado inusual de apertura sensorial, fruto de una ingenua y relajada contemplación. Digamos que la mente estaba en un segundo plano, y la percepción estaba al mando, abierta totalmente al mundo de las sensaciones.

La conexión con la realidad es también un requerimiento del Camino Huna, practicado por los pueblos originarios de Hawai y de antigua procedencia atribuida a los polinesios. El Dr. Serge Kahili King, practicante de dicho sistema de desarrollo del potencial humano, afirma que uno de los problemas de las prácticas religiosas tradicionales, es que enfatizan lo espiritual en detrimento de lo físico. Como resultado, sostiene, se produce, ya sea “un deseo de escapar de la realidad mientras aún se vive en el mundo físico, o una tendencia a ignorar o degradar lo físico al dirigir la atención al objetivo de felicidad última en un futuro mundo espiritual.” (1993, pp.13)

Diversos relatos de experiencias espirituales que he escuchado a través de los años, evocan una enorme variedad de emociones, imágenes y sensaciones que trascienden las formalidades de pertenencia confesional. Pero en un intento de detectar algún común denominador, podría mencionar varios aspectos que me han parecido recurrentes. En ellas suele predominar un estado de enriquecida consciencia física (que puede incluir desde la relajación profunda hasta una excitación total), un sentimiento general de placidez y bienestar, una convicción de pertenencia a un “todo” que trasciende el yo individual, y una sobresaliente capacidad de empatía hacia los demás seres vivientes, sean humanos o de otras especies. En semejante estado físico y mental, no hay lugar para emociones negativas. De hecho, invocar alguna, conlleva alejarse inmediatamente de ese vínculo espiritual. Esto tiene, por supuesto, un incalculable valor práctico.

El fin primigenio de las religiones es también, por ende, esencialmente pragmático. En tanto que herramienta cultural destinada a elevar la naturaleza humana a su nivel espiritual, recurren a la misma premisa de que una persona inmersa en ese estado superior, solo será capaz de obrar bien, es decir, de acuerdo con el código de valores positivos que ese credo defiende.

Desafortunadamente, el uso institucionalizado al que la raza humana ha relegado muchas veces la práctica de estas nobles creencias, con frecuencia ha generado efectos opuestos a los predicados por sus profetas. Ya en los años posteriores a la II Guerra Mundial, Carl Jung alertaba sobre este fenómeno, al afirmar que “los contenidos tradicionales pierden poco a poco su sentido peculiar y ya solo se los cree formalmente, sin que esa fe tenga la menor influencia en la vida. Detrás de ella, ya no hay un poder vital. (…) Cuando se pierde (el sentido de la vivencia), existe el peligro de que la fe solo constituya una dependencia consuetudinaria, infantil, que sustituye y hasta impide el esfuerzo para llegar a una nueva comprensión. Es la situación que, a mi parecer, existe en la actualidad.” (1982, pp.245)

Lejos de pretender establecer una verdad sobre una experiencia tan íntima y personal como es la espiritual, resulta más loable defender su multiplicidad de manifestaciones y, sobre todo, su relativa accesibilidad para toda persona común. Bajo este planteamiento, alguien podría defender la dimensión trascendental de un momento de contemplación respirando en soledad, el aire puro de la cima de una montaña; otra persona mencionaría el éxtasis de un ritual colectivo entre gritos, cantos, baile y llantos; en consecuencia, alguien también podría revelar sensaciones de comunión en la vorágine de una espiral de cuerpos danzando violentamente al ritmo de una atronadora música contemporánea; para un poeta bastará con sentarse en la oscuridad de la madrugada a ver a sus hijas dormir, como relata Luis Chaves en su brillante “Vamos a tocar el agua” (2017, pp.85); habrá quien sostenga sensaciones de pertenencia al universo con solo cruzar por un instante la mirada con un animal salvaje en libertad; y abundarán los testimonios de personas que describan el alivio del alma al sentir la mano reconfortante de su pastor posarse en su cabeza. El punto es que, a fin de cuentas, ¿quién, y con qué autoridad, puede cuestionar la autenticidad de la experiencia espiritual ajena?

En el mismo orden de cosas, da igual que el nombre de esa fuente de la que deriva el estado de trascendencia sea Dios, Prana, Ki, Universo, Tao, Subconsciente, Pacha Mama, etc. Según Jung, “desde el punto de vista psicológico, la imagen de dios es un fenómeno real, pero primordialmente subjetivo. Como dice Séneca: ‘Dios está cerca de ti, está junto a ti, está en ti’; y también la Primera Epístola de San Juan: ‘porque Dios es amor’ y ‘si nos amamos los unos a los otros, Dios está en nosotros’.” (1982, pp.110).

Para los propósitos de esta reflexión, tampoco es de relevancia si la persona que experimenta la espiritualidad, profesa o no alguna religión. Lo realmente importante para el individuo, es que esta vivencia le otorga un momento de profundo bienestar y, a fin de cuentas, el arte de vivir radica en gran medida en la capacidad de multiplicar esos estados de bienaventuranza en el tiempo.

Pero quizás, el aspecto crucial que hoy nos concierne, es que para efectos de la sociedad en que vivimos, independientemente de la naturaleza de nuestras experiencias espirituales, físicas, psíquicas o intelectuales, lo verdaderamente importante es cómo, producto de ellas, tratamos a las demás personas. Si las calidades de una comunidad, fueran el resultado de la suma de las calidades individuales de una masa crítica de sus miembros, podríamos decir que hoy por hoy, el país luce un alto nivel de actividad religiosa. Pero frente a la ira, el rencor, el engaño y el resentimiento que permean muchas de las interacciones dentro de nuestro colectivo, también podemos inferir que el nivel espiritual es bajo. Sanar el tejido social tras una coyuntura tan traumática y hostil, requiere justamente de una apertura a la dimensión espiritual, que más allá de credos y confesiones, nos permita avanzar hacia ese sagrado ideal de ser capaces algún día, de vernos reflejados en las otras personas, y descubrirlas también, presentes en nosotros. Es la única garantía de poder tratar siempre al prójimo tal y como quisiéramos que nos trataran. Pocas cosas son tan simples, tan difíciles y tan importantes.

Referencias:

Chaves, L. (2017). “Vamos a tocar el agua”. Los tres editores. San José: Costa Rica.

Comte-Sponville, A. (2006). “El Alma del Ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios”. Ediciones Paidós Ibérica. Barcelona: España.

Joko Beck, Ch. y Smith, S. (1997). “La vida tal como es. Enseñanzas sobre el Zen”. Editorial Norma. Bogotá: Colombia.

Jung, Carl (1982). “Símbolos de Transformación”. Ediciones Paidós Ibérica. Barcelona: España.

Kandinsky, Wassily (1989). “De lo espiritual en el arte”. Premia Editora de Libros. Puebla: México.

King, S. (1993). “Mastering your hidden Self: a guide to the Huna Way”. Theosophical Publishing House. Illinois: United States.

Tarkovski, A. (2011). “Martirologio. Diarios”. Ediciones Sígueme. Salamanca: España.

--

--

Adrian Cruz García
Adrian Cruz García

Written by Adrian Cruz García

Apegado al cine y adicto a la música. Gusta de impartir clases y ha hecho sus cosas audiovisuales. Escribe a ratos, porque no sabe tocar piano.

Responses (1)