Huir de la vida para soportar la vida
Conocí a Z porque conseguía los discos más codiciados de aquellos años pre-Internet. Tenía un anecdotario alucinante y un humor irreverente que le trajo no pocos problemas, principalmente con adultos autoritarios. En una juerga de mi quinceaños, Z inventó que todos nos cortáramos con una navaja para compartir un pacto de sangre. Era el tipo de tonterías que se le ocurrían y que a menudo calaban en el grupo, ante sus dotes de líder nato. Y es que ese lado oscuro del que hacía gala, lejos de ser algo sospechoso, era casi un rasgo aspiracional para todo adolescente de la, entonces, peña proto-metalera criolla.
Seguimos caminos distintos cuando entré a la U, pero nos encontramos esporádicamente para departir sobre nuestros últimos hallazgos musicales. Nunca dejó de sorprenderme su capacidad de erudición. Sin importar qué fuera lo que le llamara la atención, música clásica, progresiva, folklore, Nietzsche… en poco tiempo, devenía un experto.
Habíamos compartido en algún momento de la adolescencia, las primeras experiencias con alguna sustancia ilegal. Con los años, Z volvió a esa senda, pero esta vez agobiado por sus heridas internas, de las que, sin embargo, nunca habló. La última vez que lo vi, antes de entrar a un concierto en el teatro Melico Salazar (San José, Costa Rica), me sorprendió el vacío que sentí en su mirada. Poco después, llegaría la noticia de su suicidio.
Nos encontramos en la iglesia muchos de aquellos revoltosos que, en nuestra púber ingenuidad, habíamos considerado esos templos como el recinto del enemigo. Ahora, ya más viejos y maduros, buscábamos ahí algún alivio ante esa tragedia inédita. No importaba que nos hubiéramos perdido de vista por años. Había partido uno de los nuestros. Y esta vez nos volvían a unir la incredulidad, la tristeza y, sobre todo, las preguntas que quedarían para siempre sin respuesta.
Hace poco me encontré casualmente con un amigo al que también había dejado de ver por largo tiempo. Cuando lo conocí, estaba en pareja con una chica encantadora e inteligente. Me reveló que se había suicidado. Quedé aún más estupefacto cuando me contó lo siguiente. Ella confesó previamente su decisión, que era meditada e irreversible. Pidió respeto y apoyo de sus seres más allegados, para consumar el acto sin riesgos legales y con el menor drama posible. Así se hizo. Por largo tiempo ese relato tremendo rondó mi cabeza. Hasta que debí admitir que un proceso semejante, si bien no privaba del dolor a los sobrevivientes, era en esencia, pragmático y compasivo, pues aspiraba a la comprensión humana profunda y allanaba el camino hacia un duelo menos traumático.
Pero en nuestras sociedades el suicidio es tabú. Porque se asocia con debilidad frente a la dureza intrínseca del vivir, se le endilga el estigma de la enfermedad mental y se presume una transgresión al carácter sagrado que las religiones dan a la existencia; una mezquindad por no aceptar el regalo supremo de la creación. Y si a esto se suma el riesgo de cárcel para quien ayude a alguien a terminar con su vida, así sea un acto piadoso como la eutanasia, pues las condiciones están dadas para que quienes padecen esa condición, deban propiciar el acto en total soledad, secretismo y aislamiento, impidiendo así cualquier atisbo de acción preventiva.
Como sociedad, nos sorprenderíamos si habláramos abierta y sinceramente sobre el suicidio. Nos daríamos cuenta que muchos, independientemente de los privilegios de vida que hayamos tenido, hemos fantaseado alguna vez con esa idea, a veces por los motivos más prosaicos que se puedan imaginar. Me viene a la mente esa recurrente charla de amigos, sobre las mil y un formas de acabar con la vida a fin de evitar una ancianidad en la que le tengan que cambiar a uno los pañales. Aunque el tono sea de broma, está claro que detrás hay una gran verdad. Esa que establece que la vida es un regalo en la medida que se ejerza bajo el libre albedrío. Y en virtud de ello, debemos aceptar que haya personas para quienes resulte insoportable vivirla si no es bajo condiciones mínimas de libertad.
¿Impedimentos para esa vida plena? Habrá tantos como seres diversos hay en el mundo. Para algunos puede ser, efectivamente, un padecimiento neurológico o psiquiátrico. Para muchos, lo constituyen heridas emocionales nunca resueltas, como un abandono insoportable, o una culpa asfixiante. Para otros lo será la total ausencia de vínculos afectivos. ¿Pero quién es uno para condenar los motivos que tenga un semejante para plantearse esa decisión extrema? Juzgar solo empeora el problema. Si realmente hay una intención constructiva de prevención, hay que empezar por erradicar esa connotación de tabú. Y para ello, es indispensable empezar a hablarlo abiertamente como un tema de interés común y de salud pública. De lo contrario, seguiremos asistiendo impotentes, al cada vez más concurrido desfile de celebridades y anónimos que deciden que cualquier cosa que haya al otro lado, así sea un sueño eterno, es mejor que el agobio padecido en este mundo. Por eso, como propuso Freud, si queremos aprender a vivir, preparémonos para morir. Aceptemos la muerte y sus pulsiones, como una forma de profundizar en la vida… así cómo ya lo hacían siglos atrás, nuestros pueblos originarios.