La tristeza interminable en Tierra Santa
El primer viaje de mi vida me llevó, con escasos 19 años, a Israel. Uno de los varios trabajos que hice en los kibbutz (asentamientos rurales agroindustriales de modelo socialista) a cambio de alojamiento, comida y un estipendio básico, fue el de asistente en una granja a cargo de Ben, un bonachón judío sudafricano. Su mano derecha era Mohammed, un palestino macizo, de maneras lentas y elegantes. Cuando íbamos a recoger huevos a los gallineros, me contaba sobre el Corán. Ben y Mohammed eran buenos amigos. Hablaban mucho cuando desayunábamos, pasando de árabe a hebreo con toda naturalidad. A veces se detenían para traducirme, pero igual me entretenía solo verlos conversar. Para nuestros estándares, hablaban casi a gritos, gesticulaban como si pelearan, y se interrumpían constantemente o hablaban al unísono. Pero eran charlas amistosas, con maneras e intensidades propias de esos lares.
Aquel día el desayuno fue distinto. Ben y Mohammed hablaron poco y comieron cabizbajos. Luego, Ben me comentó que un judío acababa de matar a 7 palestinos en el llamado “Mercado de Esclavos”, mote increíble pero cierto de una explanada en la que todas las mañanas se apiñaban cientos de palestinos a la espera de que capataces israelíes los contrataran por el día.
Pronto las charlas de Ben y Mohammed volvieron a la normalidad. Pero ya para entonces era evidente, incluso para mi ingenuidad adolescente, que bajo su mutua calidez, latía una tristeza profunda y perenne. Pienso cuántas veces habrán tenido que hacer ese pequeño ritual de duelo de silencio cada vez que uno de los suyos lastimaba a los coterráneos del otro.
Con los ahorros de mi trabajo, decidí viajar a Egipto. Recuerdo la frustración por tener que esperar 5 días para obtener la visa que a los demás turistas les daban en una hora. Era la penalización diplomática de los países árabes a Costa Rica por tener la embajada en Jerusalén. Hay que decir que Oscar Arias resolvió ese despropósito histórico al mudar la embajada a Tel Aviv.
Ya en Egipto, unos jóvenes que vendían kebabs me increparon pues les parecí de procedencia judía. Entre gestos y un inglés mediocre, logré convencerlos de mi origen costarricense y todo cambió. Eran tiempos de Italia 90 y la selección tica había sido sorpresa en la primera vuelta. Hablamos de futbol, reímos y nos despedimos en los mejores términos. Pero nunca olvidé haber sentido por primera vez, el miedo de parecer (ni siquiera ser parte) de un pueblo considerado antagónico.
En julio de 1990 regresé a Costa Rica, justo a tiempo pues al mes siguiente estalló la Guerra del Golfo. Recuerdo ver en TV a palestinos celebrando la caída de los misiles Scud de Saddam Hussein en territorio israelí. Esa reacción que podría parecer cínica, se puede entender con un fragmento del extraordinario documental “The Gatekeepers” (Dror Moreh, 2012). Cuenta Ami Ayalon, ex-jefe de la Shin Bet (órgano de inteligencia antiterrorista israelí), que en un viaje de negociación entre delegaciones israelíes y palestinas, lo abordó el psiquiatra Ilyad Saraj: “Ami, finalmente los vencimos”. A lo que él respondió: “¿Estás loco? ¿Cómo que nos vencieron? Cientos de ustedes están muriendo. Acabarán siendo miles. Pronto perderán el poco territorio que les queda y perderán su Estado. ¿Qué victoria es esa?”. Saraj replicó: “Todavía no nos entiendes. Para nosotros la victoria, es verlos sufrir. Mientras más suframos, más sufrirán ustedes. Después de 50 años, tenemos un balance de poder”. Ayalon confiesa: “La declaración de Ilyad Saraj me dio una visión muy clara. Finalmente entendí a todos esos suicidas. Veían nuestras reacciones de manera diferente. ¿Cuántas operaciones llevamos a cabo solo por ira? Porque cuando ellos volaban nuestros autobuses, nosotros sufríamos y queríamos venganza. ¿Cuántas veces?”
De ese aparentemente interminable círculo de violencia, surgió un atisbo de esperanza en 1993, cuando Israel y la OLP estuvieron a punto de iniciar el camino hacia una coexistencia pacífica con los acuerdos de Oslo. Pero en ese entonces, el grupo Hamás, insatisfecho con los términos de las negociaciones, intentó boicotear el proceso mediante una ola de atentados en Israel. Con ello lograron su fin de enardecer a la ultraderecha sionista al punto de que, en 1995, uno de sus activistas, Yigal Amir, mató al primer ministro Yitzhak Rabin, principal arquitecto de los acuerdos de paz junto con Yasser Arafat. El resto es historia. Los acuerdos fracasaron. La violencia escaló. La ultraderecha se hizo con el poder en Israel. Hamás aumentó su beligerancia desde los territorios ocupados, dando la motivación perfecta para el cerco militar a Gaza, mientras aumentaba la usurpación masiva de territorios en Cisjordania por parte de los colonos judíos.
Hoy el escenario no puede ser peor. El presidente norteamericano de ultraderecha, encuentra su alma gemela en el primer ministro de ultraderecha israelí, y juntos deciden insultar al mundo árabe y a la comunidad internacional, trasladando la embajada de la mayor potencia mundial a la disputada Jerusalén. Mientras, los palestinos sobreviven entre redadas, robo de territorios, demolición de viviendas, aislamiento comercial, privación de servicios básicos, y represión militar. Los israelíes coexisten con el miedo permanente a la justificada ira de sus vecinos, apertrechados entre muros y cañones. Ami Ayalon lo resume perfectamente en el citado documental “The Gatekeepers”: “La tragedia de la seguridad pública en Israel, es que no nos damos cuenta de que enfrentamos una situación frustrante, donde ganamos toda batalla, pero perdemos la guerra.”
La Tierra Santa sigue ardiendo y como es ya costumbre, la comunidad internacional se indigna, pero poco más. ¿Y uno qué hace? Yo, desde 2014, dejo de comprar productos de origen israelí, y hoy escribo un inofensivo texto en el que escarbo en el pasado para tratar de comprender lo incomprensible. Gestos absolutamente fútiles mientras al otro lado del mundo, decenas de seres humanos llevados al extremo de no tener nada que perder, se plantan ante los proyectiles en un intento final por dar sentido a su doliente vida, a través de la muerte.