Natividad y xenofobia

Adrian Cruz García
4 min readAug 23, 2018

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Escrito un 23 de noviembre del 2005 a raíz de las secuelas del crimen, tres semanas antes, del nicaragüense Natividad Canda en Cartago, Costa Rica, al ser atacado durante un hurto menor, por los perros de vigilancia del lugar.

Foto: ropaje abandonado de un migrante. Archivo del diario La Prensa, Nicaragua (23/8/2016)

Algo huele mal en la “Suiza Centroamericana”. Y no es sólo por la corrupción que carcome nuestras instituciones. Algo igualmente perturbador contamina las capas más internas de nuestro tejido social. Son los prejuicios y la xenofobia.

Según un reciente estudio del Instituto de Estudios Sociales en Población de la Universidad Nacional, un 88% de los entrevistados admite que en Costa Rica los nicaragüenses son discriminados. Más allá de las estadísticas, a veces son las tragedias las que nos restriegan la realidad en la cara, tal y como se ha venido a evidenciar con los acontecimientos derivados de la inhumana muerte de Natividad Canda bajo las fauces de unos perros desquiciados.

El hecho por si sólo generaba una preocupante inquietud. La policía afirmaba que no había sacrificado a los animales durante el ataque, por miedo a impactar el cuerpo de la víctima. Con este desafortunado argumento, se podría inferir que un oficial que sea incapaz de acertarle a un blanco casi inmóvil del tamaño de un rottweiler, a menos de cinco metros de distancia, no merece portar un arma. Ante semejante despropósito, no podía dejar de recordar la crónica de un sarcástico certamen realizado por una revista italiana, para a elegir la mentira más grande del siglo XX, que a juicio de los participantes resultó ser: “todos somos iguales ante la ley”.

No menos sorprendente, resultaba constatar como el canal de televisión que transmitía la noticia, se regodeaba repitiendo una y otra vez, en cámara lenta inclusive, los momentos más “espectaculares” de la salvaje agresión.

En este punto, ni me imaginaba que mi desconcierto apenas estaba en su etapa inicial. A los pocos días, transitaba por los pasillos de una estimable institución universitaria en la que tengo el privilegio de estudiar, cuando me sentí paralizado al escuchar a un grupo de estudiantes avanzados de carrera divertirse con el condenable chiste que sugería sustituir un monumento nacional por la efigie de un perro.

Días más tardes recibía por correo electrónico un testamento atroz nunca solicitado, de fotos en las que unos impresentables (con sus rostros convenientemente ocultos) exhibían el cuerpo destrozado de la víctima. Tras externar mi disgusto a la remitente, me enteraría de que tan aborrecible material también había sido publicado por uno de los diarios de mayor circulación del país, conocido por hacer de la exaltación del sufrimiento, la punta de lanza de su estrategia de mercadeo.

Me atrevía a contrarrestar el malestar que me dominaba con la ingenua suposición de que quienes evidenciaban semejante crueldad e insensibilidad eran una ínfima minoría, que no reflejaba ni remotamente los sentimientos y actitudes de nuestro pueblo. La encuesta telefónica realizada por un noticiario televisivo de alta audiencia me dejaría nuevamente un sabor amargo. De una cifra superior a las 14.000 llamadas recibidas, más de un 60% afirmaba no estar de acuerdo con disparar a los perros durante el incidente.

No reconozco a mi pueblo en el pensamiento de esos compatriotas. Me cuesta creer que haya personas quienes, independientemente de sus motivaciones, sean capaces de colocar la vida de un ser humano por debajo de la de un animal enloquecido y peligroso. Pero al ser enfrentados con sus prejuicios, estos ciudadanos tal vez se rasgarían las vestiduras, buscando rebuscados paralelismos con las muertes del asalto de Monteverde, denunciando los servicios colapsados del Seguro Social por supuesta culpa de los inmigrantes, aludiendo a la presencia de delincuentes indocumentados y un largo etcétera de argumentos que sólo contribuyen a retratar el peligroso ejercicio de la generalización infundada en nuestra sociedad. ¿Qué culpa tenía Natividad Canda, un ladronzuelo curtido bajo un ambiente de marginación crónica, que meses antes un trío de paisanos suyos tuvieran la sangre fría para secuestrar y asesinar a unos inocentes en una sucursal bancaria? ¿Qué culpa tienen de ese hecho el resto de inmigrantes nicaragüenses? ¿Qué debería hacer una madre nicaragüense si su hijo enferma y no tiene empleo o no está asegurada por su patrono (costumbre de sobra conocida en nuestro país, tendiente a reducir el costo de la mano de obra)? ¿Esperar a que el padecimiento desaparezca por arte de magia con tal de no importunar a los ticos en las clínicas? ¿Qué culpa tiene ese sector inmigrante de haber nacido en un país secuestrado por políticos incompetentes empeñados sólo en garantizar su permanencia en los círculos de riqueza y poder, mientras el 40% de la población padece hambre crónica (según un estudio auspiciado por el organismo alemán de cooperación Pan Para el Mundo, divulgado por la agencia EFE)? ¿Es que nosotros no buscaríamos también mejores horizontes fuera de nuestras fronteras si estuviésemos amenazados por la inminente miseria? ¿Cómo puede acarrear rencor, el que una población con la cual compartimos la misma sangre, busque nuestra ayuda para mejorar su precaria situación?

Camino por un San José frío y gris y veo sobresalir entre el gentío, una camiseta amarilla en que se puede leer: “un nica más”. Su portador avanza con la frente en alto y una expresión de silenciosa tristeza. Ese mismo día me entero del desconsuelo de una cercana colega de ascendencia nicaragüense tras escuchar a su hijo pequeño confesarle cómo ocultaba sus raíces por miedo al rechazo de sus compañeros de escuela, testimonio cruel de cómo los prejuicios se transfieren de padres a hijos.

La reflexión resulta imperativa.

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Adrian Cruz García
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Written by Adrian Cruz García

Apegado al cine y adicto a la música. Gusta de impartir clases y ha hecho sus cosas audiovisuales. Escribe a ratos, porque no sabe tocar piano.

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